La idea de progreso ha sido el resultado natural de la alianza entre el pensamiento ilustrado, basado en una concepción autónoma y optimista de lo humano, y los desarrollos científico y económico. Nuestra especie se ha embarcado en una cascada de cambios acelerada que hace que nuestra cotidianeidad fuera algo difícil de prever, o siquiera sospechar, hace tan solo unas pocas décadas. Si en estos momentos pudiéramos traer al presente a cualquier habitante de principios del siglo pasado, sufriría un fuerte impacto que serviría para calibrar la velocidad del cambio a la que vivimos sometidos. No obstante, con un esfuerzo comunicativo y mucha paciencia, podríamos salvar esa discontinuidad temporal, como también se salvan las diferencias culturales entre personas que se han formado en entornos diferentes. ¿Por qué? Porque compartimos un núcleo esencial conocido normalmente como naturaleza humana, que establece una comunidad de sentimientos y emociones, que son el fundamento de nuestra identidad, por más moldeable que esta pueda ser.
En un futuro no muy lejano, dispondremos de la capacidad cognoscitiva y tecnológica para redefinir ese núcleo esencial de lo humano. Es difícil anticipar cómo se planteará, desde lo humano, ir más allá de lo humano; qué deseos de la paleta primaria guiarán la confección de otra paleta de los deseos que puede ser diferente en el futuro; qué principios de diseño harán que nuestro diseño genere una nueva especie, esta vez dirigida desde una intención explícita y consciente, con un poder que tradicionalmente se ha considerado solo accesible a los dioses. La historia ha demostrado hasta ahora que cualquier opción que ha conferido un poder mayor finalmente se ha impuesto. Son muchas las voces que ya actualmente plantean ese futuro transhumano como algo inevitable.
Pero los humanos somos libres, o al menos eso dice el relato compartido que hemos construido sobre nosotros mismos en los últimos siglos. Se impone un esfuerzo de razón e imaginación que guíe nuestro destino futuro. O acaso, ¿no somos tan libres y ya navegamos por una poderosa corriente de cambios históricos que nos conducirán inevitablemente a escenarios que escapan a nuestro control? En el pasado, la agricultura, la escritura, los cálculos matemáticos, el pensamiento filosófico, la imprenta, la máquina de vapor, por citar solo algunos ejemplos, han sido poderosos catalizadores de procesos históricos de los que nuestros antepasados no fueron conscientes del todo. Nuestra experiencia anterior acaso corrobore más bien la versión ciega del devenir humano. Sin embargo, los cambios citados ocurrieron durante milenios o siglos. Pero en la actualidad, con un horizonte de unas pocas décadas encontraremos: la inteligencia artificial, la robótica, las técnicas de rejuvenecimiento, o directamente lo que los expertos llaman la amortalidad, la mejora genética, el Internet de las cosas, y un largo etcétera de novedades que irá creciendo cada año que pase. Es seguro que los cambios que se avecinan son muy profundos, pero, como ya ocurrió en el pasado en tantas ocasiones, difíciles siquiera de imaginar a medio o largo plazo.
Un panorama de lo venidero que puede moverse desde una humanidad idílica que ha vencido a la enfermedad -incluso a la muerte-, al hambre y la guerra, hasta una distopía de pesadilla en la que los humanos sucumbamos a nuestras propias creaciones, en la que inteligencias artificiales que superen ampliamente nuestras capacidades de procesamiento de datos, y que definan sus propios objetivos, tomen el poder y nos envíen al cubo de basura de la historia. Ambos proféticos destinos son explorados en el nuevo libro del historiador Yuval Noah Harari, con el significativo título de Homo Deus (Debate, 2016), continuación del que ha sido un superventas mundial Homo Sapiens (Debate, 2014), que trazaba una visión general del pasado de nuestra especie. La lectura del conjunto de ambos ensayos, especialmente el último, produce una sensación de apertura excesiva, casi de vértigo, que según declarada intención del autor obliga a repensar el futuro con una amplitud de miras a la que no estamos acostumbrados. Como el aire que respiramos, necesitamos un conjunto de certezas básicas, que precisamente por su carácter fundamental pasan completamente desapercibidas. ¿Qué ocurre si pensamos en un porvenir en el que cualquier doctrina, ideología, religión o cultura conocida hasta la fecha, que han otorgado sentido a nuestras vidas, quede sobrepasada por una ola vertiginosa de hechos que pueden desmoronarla desde dentro? ¿Un futuro en el que la propia dimensión de lo humano, desde la que actualmente pensamos el futuro, pueda cambiar completamente?
Como muestra un botón, las últimas palabras de Homo Deus (p. 431) son las siguientes:
¿Qué le ocurrirá a la sociedad, a la política y a la vida cotidiana cuando algoritmos no conscientes pero muy inteligentes nos conozcan mejor que nosotros mismos?
¿Sobreviviría la concepción cultural que fundamenta la modernidad, a saber, la que define el Homo sapiens como un individuo único, intrínsecamente valioso, sujeto de derechos y obligaciones inalienables, cuando las decisiones más importantes de nuestra vida sean tomadas por algoritmos no conscientes? Convendría dedicar algún tiempo de reflexión a este inquietante interrogante.