Una sociedad mide su altura intelectual y moral por la atención que presta a la educación. La educación es el mayor y mejor instrumento de progreso que ha creado la humanidad. Si nuestra especie ha avanzado lo ha hecho en mayor medida desde que muchos estados han generalizado la educación al conjunto de la población. El talento y su promoción y estímulo es el gran negocio del futuro, el gran desafío que permitirá un mundo verdaderamente mejor, más allá de las ensoñaciones solitarias y, en ocasiones, alucinadas de utopistas desconectados de la realidad. Pues bien, calibremos desde esa perspectiva a la sociedad española.
Si acudimos al historial de resultados del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), sobre los temas que más preocupan a los españoles, se puede comprobar que en las últimas décadas la inquietud por la educación ha sido citada por una media del 6% (oscilando entre un 3% y un 9%). En uno de los últimos barómetros publicados por este organismo, julio de 2015, la educación es considerada como el primer problema del país por el 0’6%, el segundo problema por el 2’7% y el tercero por el 5’2%. Con este panorama no debería de extrañar que ningún centro español entre en el ranking internacional de las 150 primeras instituciones universitarias del mundo; que el informe PISA de 2012 nos sitúe en el puesto 23 entre los 28 países que pertenecen a la OCDE, con un puntuación global de 477, 23 puntos por debajo de la media de naciones que integran ese organismo; que seamos líderes de la UE en abandono escolar con tasas que duplican la media comunitaria.
Si fuéramos un país normal, exigiríamos a los partidos políticos que se presentaran a las elecciones con planes concretos para elevar el nivel del sistema educativo, que en los debates electorales se le prestara la debida atención a este tema (la realidad es que prácticamente no aparece), y que, por último, se comprometieran a alcanzar el tan cacareado pacto de estado que proporcione estabilidad y visión de futuro a nuestro sistema educativo. Pero, al parecer, España sigue siendo different. Ha tenido que ser un ciudadano aislado el encargado de clamar, como los profetas antiguos, en el desierto de la indiferencia. Nos referimos al filósofo y ex−profesor de instituto José Antonio Marina.
Remitimos a su brillante libro (como todos los que ha escrito, por otra parte) Despertad al diplodocus, una conspiración educativa para transformar la escuela… y todo lo demás (Ariel, 2015), para conocer sus propuestas y la fundamentación de éstas. José Antonio cree que es posible elevar significativamente el listón formativo del país en cinco años. Más allá de los detalles concretos, que como siempre son discutibles, lo que no parece admitir réplica es su llamada a reaccionar. Es esencial no conformarse con esta realidad. El inmovilismo en un asunto como este es la principal amenaza para nuestro futuro. Ya en el presente vemos con amargura como nuestros mejores talentos se marchan a contribuir al progreso de otras sociedades. Y el resto nos quedaremos a servir el café a los ciudadanos de otros estados que sí son conscientes de lo que se juega en la cancha educativa.