¿Qué estaría pasando ahora si no supiéramos nada sobre los virus y su mecanismo de replicación? Estaríamos sufriendo una calamidad a la altura de las pandemias medievales y, como ocurrió en este periodo histórico, lo haríamos a ciegas sobre la naturaleza de qué nos golpea con su mal: algo tremendamente perturbador. Nos salvan la Virología y la Vacunología, pero sostener estas ciencias no es una cuestión específica o aplicada: en su desarrollo han influido, como una red interconectada que las sustentan, el resto de las ciencias básicas con todo su arsenal teórico y experimental. La pregunta más bien debe generalizarse así: ¿qué sería de la humanidad sin la Ciencia en estos tiempos de enfermedad y muerte? Fiaríamos nuestro destino a la buena suerte de una mutación amable, que aunque es el final lógico desde una perspectiva evolutiva para el destino de un virus dado (si es demasiado agresivo va en contra de su propia propagación al eliminar a sus replicadores), no sabemos cuánto tiempo tardaría en surgir ni cuántos millones de muertos habría que pagar como precio en esa ruleta de la fortuna tan aterradora.
Afortunadamente, en el núcleo de nuestra civilización occidental, desde hace ya algunos siglos, el cultivo de la Ciencia ha sido reconocido como un signo favorecedor de progreso. Cualquier estado moderno sabe que está abocado al cubo de basura de la historia si no pone en marcha un sistema educativo que cultive, propague y aumente su arsenal de conocimientos. Cada vez más el capital de los países es capital humano y, podríamos llamarlo así, capital mental: es la inteligencia colectiva de una sociedad la que la dota de habilidades para sobrevivir en un mundo complejo, competitivo y altamente tecnificado. Los recursos naturales del pasado –suelo fértil, agua, madera, minas, petróleo y materias primas en general- sin dejar de ser importantes, se contabilizan ahora, y cada vez más en el futuro, en forma de colegios, institutos, universidades, laboratorios, parques tecnológicos, centros de investigación y empresas que invierten en I + D + I (investigación, desarrollo e innovación). La productividad y competitividad de un país afloran principalmente desde su presupuesto de educación e investigación, aunque también desde la eficiencia en su gasto y la racionalidad de su sistema educativo, como es natural.
En este mundo tecnificado y con laboratorios de muy alto nivel, una colaboración internacional intensa ha generado un círculo virtuoso que nos está salvando de la difícil situación en la que estamos: un grupo chino ha establecido la causa de la enfermedad de la covid y ha secuenciado el ARN del coronavirus que la genera; un matrimonio de investigadores de origen turco, Ugur Sahin y Özlem Türeci, han tenido la genial idea de utilizar sus investigaciones sobre terapias inmunológicas contra el cáncer, desarrollada en una empresa alemana fundada por ellos mismos, para dar lugar a una nueva metodología de vacunas (basadas en el ARN-mensajero, que promete grandes avances para el futuro); a su vez este nuevo tipo de vacunas ha sido posible por las investigaciones previas de diversos científicos: la química húngara Katalin Karikó o el inmunólogo estadounidense Drew Weissman, entre otros; por último, la empresa farmacéutica estadounidense Pfizer ha realizado una inversión masiva que ha dado forma final a la primera vacuna aprobada en la Unión Europea y que constituye el primer elemento de fundada esperanza para salir del túnel en el que estamos metidos. En suma, un propósito que podemos caracterizar básicamente como científico, transnacional y cooperativo.
La ciencia española, a pesar de los grandes recortes de la última década, ha sido capaz de generar 12 de los 200 proyectos de vacunas experimentales contra la covid actualmente en fase de desarrollo, aunque nuestro talón de Aquiles sigue siendo la falta de recursos para los ensayos clínicos y la futura producción a escala masiva. Sin esos fuertes recortes quién sabe si el proyecto de vacuna que hubiera merecido la atención de las grandes compañías farmacéuticas para invertir en su desarrollo hubiera podido venir de nuestro país. Aunque más allá del pequeño ombligo localista, lo más relevante es que a pesar de que algún líder populista muy poderoso intentó comprar el derecho a alguna vacuna en exclusiva para su país, este inmoral e insolidario plan afortunadamente no ha triunfado. Hoy en día una gran cantidad de países han iniciado unos planes de vacunación que son nuestra más firme esperanza para un futuro próximo libre de enfermedad y muerte.
Por último, hay que destacar un nubarrón en este panorama: sólo los países del primer mundo estamos teniendo el privilegio de vacunarnos; sin embargo, parece claro que ya no sólo por humanidad sino incluso por el más calculado egoísmo, estamos interesados en una vacunación mundial masiva. Si no es así, el virus podrá sobrevivir en otras regiones y, mutado, volver como un bumerán maligno. Necesitamos una institución global que se haga responsable de una vacunación de ámbito mundial, con medios y poder para implementarla y exigirla. No sólo por solidaridad, que ya es muy importante en sí misma como deber moral, sino también por pura conveniencia. Nuestro espacio vital y de salud es ya el mundo entero, esto es una realidad innegable: no hay fronteras para los virus, tampoco debe de haberlas para las políticas que luchen por erradicarlos.