CIENTÍFICOS ANDALUCES. UNA APROXIMACIÓN HISTÓRICA
Si preguntamos a nuestros alumnos de bachillerato científico si conocen el nombre de algún pintor andaluz, sin dudar, rápidamente nos darán algunos nombres: Velázquez, Murillo, Picasso, tal vez Julio Romero de Torres o algún otro. Resultado igualmente satisfactorio hallaremos si les pedimos que nos digan algún poeta de nuestra tierra: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado (alguno puede que mencione también a su hermano Manuel), García Lorca, Alberti, Aleixandre, etc. Sin embargo, se sorprenderán si les decimos que nos indiquen el nombre de algún científico andaluz. Acaso alguno de ellos, con cierto descaro, se adelante a sus compañeros y afirme con rotundidad: “no hay científicos andaluces”. El experimento arrojará un resultado no mucho más halagüeño si los interrogados son estudiantes universitarios de carreras científicas, o incluso licenciados. ¿Realmente no podemos encontrar en el transcurso de nuestra historia a ningún científico andaluz notable? Ciertamente hemos destacado más en el ámbito artístico, pero ello en absoluto significa que en Andalucía no se haya desarrollado una labor científica de interés, con ciertos momentos históricos nada desdeñables (pensemos por ejemplo en al-Andalus o en el esplendor del siglo XVI, tras el descubrimiento del Nuevo Mundo). Creemos conveniente pues dedicar unas líneas al respecto, señalando de forma concisa la aportación de algunos de nuestros sabios e investigadores.
Comencemos por la Bética romana. El pensador estoico hispanolatino Séneca (Córdoba, siglo I d.C.) no sólo escribió importantes tratados de filosofía moral, sino, como nos ha enseñado López Piñero, debemos considerar también su contribución científica, contenida fundamentalmente en sus Quaestiones naturales, donde se abordan temas físicos, astronómicos, meteorológicos y geológicos (destacable es su descripción de los terremotos y los volcanes, así como, basándose en observaciones propias, su defensa del carácter de cuerpos celestes de los cometas, en contradicción con las teorías de Aristóteles, quien consideraba el cielo inmutable). Del siglo I es asimismo Columela, natural de Cádiz. En su memorable obra, con doce partes, De re rustica, hace una muy detallada exposición de la agronomía de la época, con abundante información práctica: condiciones de los terrenos, plantaciones de las diferentes especies, sus cuidados, enfermedades, etc. Tuvo gran influencia en la agricultura posterior, particularmente en la de al-Andalus y la de la España cristiana medieval.
En el período visigótico mencionaremos a San Isidoro de Sevilla, arzobispo de esta ciudad, que nació en Cartagena hacia el año 560 y murió en el 636, autor de algunos textos de temática científica, entre ellos un compendio de cosmología que dedicó al rey visigodo Sisebuto (De la naturaleza de las cosas), que fue su discípulo y escribió sobre los eclipses. No obstante, la principal contribución de San Isidoro es su monumental diccionario enciclopédico titulado Etimologías, dividido en veinte partes, algunas de las cuales versan sobre matemáticas, astronomía, medicina, anatomía humana, zoología, geografía, meteorología, geología, mineralogía, botánica y agricultura. Si bien son conocimientos tomados de otros autores y los asuntos son tratados sucintamente y de forma poco crítica, San Isidoro de Sevilla compiló en sus Etimologías el saber clásico, ejerciendo su obra una enorme influencia posterior; fue el libro más difundido durante gran parte de la Edad Media.
A mediados del siglo IX se inicia en al-Andalus (la parte de la Península Ibérica de cultura islámica y de lengua árabe) una actividad científica de interés. En dicho siglo surgen importantes novedades en este territorio, con la introducción y difusión del papel, el gusano de seda, frutas y verduras, el juego del ajedrez, etc. Se introduce y se consolida la numeración de posición, utilizándose las cifras que hoy llamamos “árabes”. Las disciplinas científicas en las que más y mejor se trabajó entonces fueron la astronomía, la botánica, la agronomía, la medicina y, por supuesto, las matemáticas. El andalusí Abbas ibn Firnas, de aquel siglo, natural de Ronda, fue un astrólogo que destacó por dar a conocer las tablas astronómicas indias, útiles para el cálculo de los movimientos planetarios y los eclipses, entre otras cosas. Estas tablas ejercieron una influencia decisiva en la astronomía práctica europea. Asimismo construyó un planetario, un reloj de agua (clepsidra) y una esfera armilar. Como anécdota diremos que intentó volar, consiguiendo tan sólo planear un poco, con la consiguiente caída. La labor de los astrónomos andalusíes es realmente destacable y digna de mención; incluso surgió un movimiento opuesto a las teorías cosmológicas de Tolomeo que se desarrolló en al-Andalus durante el siglo XII. En esta centuria encontramos también importantes médicos andalusíes, como Avenzoar (1092-1161), miembro de una familia de tradición médica, que tras residir en Denia se trasladó a Sevilla. Escribió un tratado de gran valor en el que, entre otras cosas, describía los tumores, la pericarditis o la inflamación del oído medio. Figura clave de la época es el cordobés Averroes (1126-1198). Este filósofo hispano-musulmán, además de otras materias, estudió física, astrología, matemáticas y medicina. Su obra tuvo una enorme influencia en Occidente, particularmente por su estudio de Aristóteles; en ella comenta las ideas del gran sabio griego y añade las suyas propias. Averroes apuntó errores e insuficiencias en los sistemas astronómicos de Aristóteles y Tolomeo. En el campo de la medicina intentó incorporar el pensamiento filosófico y biológico de Aristóteles a la obra de Galeno. De esta época es la máxima figura medieval de la medicina y el pensamiento judíos: el cordobés Maimónides (1135-1204). Sus ideas médicas sintonizaban con las de Averroes, pero con un enfoque más práctico. Uno de los últimos médicos andalusíes destacables fue el almeriense Ibn Jatima (que murió en 1369). Estudió la epidemia de peste de 1348-51 y escribió un libro sobre el tema en el que, basándose en sus propias observaciones, expuso con claridad la noción de contagio.
Dando un salto en el tiempo nos trasladamos a otra época de esplendor en la que no faltaron los andaluces: el siglo XVI. Es el siglo de la navegación y del comienzo de los descubrimientos de los apasionantes tesoros naturales del Nuevo Mundo. La institución que se encargó de los asuntos náuticos fue la Casa de la Contratación de Sevilla, fundada en 1503. Además de tener la función esencial de controlar todo el movimiento de hombres y mercancías con América, en ella se trataron los problemas técnicos de la navegación, convirtiéndose en un importante centro de la ciencia aplicada en el siglo XVI. El sevillano Pedro de Medina (1493-1567), cosmógrafo, escribió un tratado sobre el “arte de navegar”, muy traducido, con quince ediciones en francés, lo que muestra la gran difusión que alcanzó en Europa. Coetáneo suyo fue el también sevillano Nicolás Monardes (1493-1588), médico, que escribió Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales (1574), estudiando los productos medicinales traídos del Nuevo Mundo. Esta obra, fundamental para la historia de la farmacología, tuvo numerosas ediciones extranjeras. Monardes tenía un huerto o jardín botánico, donde cultivó plantas americanas, en la actual calle Sierpes de la capital hispalense (un azulejo conmemorativo lo recuerda).
La explotación de los yacimientos minerales americanos y la extracción de metales preciosos exigieron un gran esfuerzo técnico y la puesta a punto de procedimientos metalúrgicos eficientes. Bartolomé de Medina (1528-1580), vecino de Sevilla, se trasladó a Méjico, donde aplicó el método de extracción de la plata por amalgamación (con azogue o mercurio), en Pachuca (1555), conocido como “el beneficio del patio”. Este método, que se extendió por toda Europa, fue empleado hasta el siglo XX. Ya en el siglo XVII, Álvaro Alonso Barba (Lepe, Huelva, 1569-Sucre, 1664), metalúrgico importantísimo en su época, escribió su célebre libro “Arte de los metales” (1640), en el que se trata sobre el beneficio del oro y la plata con azogue, su fundición, refinado y técnicas de separación. Esta obra es considerada como la más relevante del siglo XVII, a nivel mundial, en minerometalurgia.
Mencionaremos aquí, también como uno de esos científicos andaluces que viajaron a América (en este caso con tan sólo dieciséis años), al jesuita Bernabé Cobo (Lopera, Jaén, 1580- Lima, 1657), autor en 1653 de un extenso estudio titulado Historia del Nuevo Mundo, el cual, desgraciadamente, quedó inédito y se perdió en gran parte. El libro de Cobo no pudo ser publicado hasta finales del siglo XIX. En su obra (en la que emplea un lenguaje claro y sencillo) se interesa especialmente por el ambiente en el que se desarrollan las plantas y los animales, de manera que hoy día diríamos que su estudio tiene un enfoque ecológico. Así, por ejemplo, explica la presencia de diferentes especies de plantas en función de la altitud y el clima. Y todo ello lo hace Bernabé Cobo partiendo de sus propias observaciones, sin citar autoridades, lo que le confiere el rango de “científico moderno”, que basa sus conocimientos en la experiencia, superando el conocimiento meramente especulativo de los clásicos. Personaje éste tan poco conocido como interesante. Posee además otro mérito resaltable: descubrió las propiedades febrífugas de la quina, que describió por primera vez. Los polvos de esta corteza del quino (hoy sabemos que contiene diversos alcaloides, entre ellos la quinina) fueron empleados eficazmente para combatir la malaria. Señalemos como dato curioso que este medicamento del Nuevo Mundo fue difundido por los jesuitas y por ello se conoció como el “polvo de los jesuitas”. La amarga quina se introdujo en la farmacología europea (parece ser que curó a las cortes reales del viejo continente e incluso a un emperador chino).
Lamentablemente España no participó en la Revolución Científica del siglo XVII, que supuso una ruptura con el saber y los métodos clásicos, quedando bastante aislada. En las primeras décadas de este siglo la actividad científica en nuestro país siguió siendo importante, sin embargo, ésta, salvo contadas excepciones, se desarrolló al margen de las nuevas corrientes de pensamiento europeas. En este contexto trabaja el cordobés Benito Daza de Valdés (1592-1634), quien puede ser considerado como uno de esos científicos españoles que no padeció la “miopía intelectual” característica de sus compatriotas de aquella época. Su libro Uso de los antojos para todo género de vistas (1623) es el primer tratado de Óptica escrito en castellano. No sólo contiene fundamentos teóricos, sino que es de gran interés práctico: utilización de lentes para corregir los defectos visuales, operación de cataratas, etc. En su obra, Benito Daza citó ampliamente observaciones astronómicas de Galileo. Curiosamente, este ilustre cordobés no era oftalmólogo, sino notario de la Inquisición en Sevilla.
La decadencia científica en España a lo largo del siglo XVII es llamativa. López Piñero señala que los científicos españoles de la época se vieron obligados a enfrentarse con la ciencia moderna, de manera que algunos no tuvieron más remedio que aceptar las novedades que parecían irrefutables, mas sólo como “meras rectificaciones de detalle que no afectaban a la validez general de las doctrinas tradicionales”. Éstos eran los “moderados”; en cambio, tristemente, otros defendieron “a capa y espada” las ideas de los clásicos, negando lo evidente y mostrándose absolutamente refractarios a las nuevas corrientes de pensamiento que venían del extranjero. Afortunadamente, las novedades médicas y químicas se fueron incorporando, no sin reticencias (o incluso con agrias polémicas), durante la segunda mitad del siglo XVII, gracias al llamado “movimiento novator” (renovador). Y aquí Andalucía jugó un papel esencial, surgiendo en la capital hispalense lo que Marañón llamó “el milagro de Sevilla”. En el año 1697 un grupo de médicos renovadores, “quijotescos”, comienzan a reunirse en una tertulia (posteriormente conocida, dado el renombre que alcanzó, como “Veneranda Tertulia Hispalense médico-química, anatómica y matemática”). En palabras de Gregorio Marañón, “eran siete hombres de buena voluntad, que, como dice Menéndez y Pelayo, fueron los adelantados en la lucha contra el dogmatismo”. Estos siete científicos rebeldes fueron Juan Muñoz y Peralta, Miguel Melero Ximénez, Leonardo Salvador de Flores, Juan Ordóñez de la Barrera, Miguel de Boix, Gabriel Delgado y el farmacéutico Alonso de los Reyes. Las productivas reuniones tenían lugar en casa de Juan Muñoz y Peralta, de familia judeo-conversa, próxima a la sevillana iglesia de San Isidoro. La Universidad, dogmática y anclada en los saberes clásicos, solicitó el exterminio de la tertulia, acusándola de pretender introducir doctrinas modernas, cartesianas, paracélsicas y de otros extranjeros con la finalidad de derribar la aristotélica y galénica (“que siempre habían sido las oficiales y católicas”). Felizmente, las autoridades permitieron la celebración de las reuniones, desoyendo pues a la intransigente institución académica. Estos médicos de ideas progresistas eran defensores de la iatroquímica (o química médica, cuyo fundador fue el controvertido Paracelso), siendo partidarios del empleo de preparados químicos para el tratamiento de las enfermedades en lugar de las clásicas prácticas galénicas. Así, por ejemplo, Muñoz y Peralta defendió el uso de la quina en las fiebres intermitentes y el empleo del antimonio como medicamento. Destaquemos asimismo que en una de las reuniones, en 1698, Juan Ordóñez de la Barrera (Lora del Río, 1632-Sevilla, 1702), médico, clérigo y artillero, usó el microscopio por primera vez en Sevilla (acaso también en España).
Finalmente, superando dificultades, y con el apoyo de otros médicos innovadores residentes fuera de Sevilla, logran fundar en 1700 la “Regia Sociedad de Medicina y demás Ciencias” (aprobada por el rey Carlos II, con la oposición de la Universidad, y que contaría también con la protección posterior de Felipe V). Esta sociedad, que desempeñó un papel esencial en la discusión y difusión de las nuevas ideas científicas, nacida “entre rosas y naranjales, en plena Andalucía” (son palabras de Marañón), fue la primera sociedad científica fundada en España (hecho que no debemos ignorar). Entre las ordenanzas de la Regia Sociedad se incluía una referente a la realización de sesiones de anatomía en los hospitales con cadáveres. No obstante, es preciso indicar que la labor de esta sociedad científica, pionera en nuestro país, fue más divulgativa que de investigación (lo que no es poco para aquel momento). De interés fue la tarea en anatomía (con cursos prácticos), botánica, física (se realizaron experiencias y se enseñaron cuestiones de electricidad, óptica, calor, hidráulica y acústica) y química (llevándose a cabo frecuentes experimentos, aunque carecían de un laboratorio adecuado y éstos eran poco rigurosos). Otro hecho notable al que hace referencia Eloy Domínguez-Rodiño (en “285 Años de la Real Academia de Medicina de Sevilla”, artículo publicado el 9 de junio de 1985 en el diario ABC) es el siguiente: “Y que en otra de ellas [de las reuniones de la Regia Sociedad], en 1765, Sebastián Guerrero (Fuentes de Andalucía, 1716-Sevilla, 1780), un estudioso médico ilustrado, empleará el vocablo tejido como expresión de unidad elemental hística, en una época en que ese término aún no había tomado carta de naturaleza en Europa.¡Y tanto que no la había tomado…! ¡Si faltaban seis años para el nacimiento de Bichat…!” Añade Domínguez-Rodiño un jugoso comentario: “¿Qué aspecto físico tendrían aquellos hombres? ¿Qué pasiones se agitaron dentro de ellos?¿Valoraban bien el clima histórico que les tocó vivir? Me los figuro reunidos en una estancia de la casa de la calle San Isidoro, alrededor de una mesa de San Antonio y perorando en el conceptuoso lenguaje de su tiempo. Cuánto es de lamentar que maese Juan de Valdés Leal muriese siete años antes que en Sevilla aconteciera este momento estelar de su Medicina, porque de haber vivido en esos días, ¡qué lienzo tan fascinante hubiese podido pintar! Ni más ni menos que el nacimiento del experimentalismo en España”.
A lo largo del siglo XVIII nuestro país , gracias a la promoción de la actividad científica por parte de las minorías dirigentes, no sin un gran esfuerzo, va recuperando el tiempo perdido y sigue la estela de los países europeos más avanzados. La mentalidad ilustrada se impone, alcanzando su momento culminante con el monarca Carlos III. En este siglo tan importante para el avance de la ciencia, un andaluz va a descubrir en América un nuevo metal. Antonio de Ulloa (Sevilla, 1716-Isla de León, Cádiz, 1795), marino y científico, formó parte de la expedición al Perú junto con Jorge Juan (1713-1773), organizada por la Academia de las Ciencias de París, para medir un arco de meridiano terrestre. Jorge Juan, formado en la Academia de Guardiamarinas de Cádiz (una institución de gran importancia para la ciencia española de la Ilustración), se encargó (desde 1735 hasta 1744) de las observaciones astronómicas y de las experiencias físicas, mientras que Antonio de Ulloa llevaba a cabo las correspondientes a la historia natural. Esta apasionante expedición permitió al sevillano Ulloa descubrir el platino. Observó que se trataba de un metal peculiar. Su rareza y sus particulares propiedades le llevaron a pensar que sería de gran valor. Sin embargo, Ulloa, siempre enfrascado en numerosas actividades, no llegó a investigar a fondo el nuevo metal. A su regreso del productivo viaje cayó prisionero de los ingleses, mas éstos le trataron con corrección y respeto pues Ulloa había alcanzado rápidamente gran prestigio y reconocimiento internacional. Fue liberado y le hicieron miembro de la Royal Society de Londres. Ya en nuestro país organizó varias instituciones científicas; entre ellas, el observatorio de Cádiz y un Laboratorio de Metalurgia en Madrid (conocido vulgarmente como la “Casa del Platino”), pionero en España. Escribió varias obras de interés, entre las que destacamos especialmente Observaciones astronómicas y físicas hechas en los reinos del Perú y Relación histórica del viaje a la América meridional, ambas escritas en colaboración con Jorge Juan y publicadas en 1748. Junto con nuestro próximo protagonista (Celestino Mutis) es uno de los científicos andaluces de mayor renombre mundial y nadie de cultura media debería ignorarlo.
El continente americano aún escondía numerosos tesoros naturales a la espera de científicos curiosos y observadores que los desvelaran. Cádiz en el siglo XVIII era una ciudad abierta al mundo y con la mirada puesta en ultramar. En 1720 se había trasladado a dicha ciudad la Casa de la Contratación, dándole el protagonismo que antes había tenido Sevilla. Cádiz es la cuna de José Celestino Mutis (1732-Santa Fe de Bogotá, 1808), médico y naturalista. En 1760, como médico del virrey del Nuevo Reino de Granada, se embarca para América. Se estableció en Santa Fe de Bogotá, ocupando una cátedra de Matemáticas y fue pionero en aquellas tierras en la difusión de la física newtoniana y de la teoría heliocéntrica de Copérnico. En el nuevo continente estudió la flora y la fauna, organizó las minas y la enseñanza de la Medicina, investigó las aplicaciones terapéuticas de la quina y fundó el Observatorio Astronómico. Su obra más importante es Flora de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, con 4000 folios y más de 6000 láminas. La celebridad de Mutis fue tal que Alexander von Humboldt le llamó “el patriarca de los botánicos” y Linneo puso el nombre de mutisia a una planta sudamericana en su honor.
El siglo XIX también tiene a un científico andaluz notable. Se trata del eminente geólogo José Macpherson (Cádiz, 1839-San Ildefonso de La Granja, 1902). Introdujo en España las nuevas técnicas para el estudio científico de las rocas y los minerales, así como los más novedosos conocimientos en tectónica. Realizó un valioso estudio geológico de la serranía de Ronda. Se trasladó a Madrid y en su casa montó un laboratorio que llenó de libros, mapas e instrumental científico. Lamentablemente, este valioso conjunto de objetos científicos fue destruido durante la Guerra Civil, conservándose hoy tan sólo su microscopio, superviviente de aquella tragedia.
En el siglo XX nos sorprende la interesante figura del granadino Emilio Herrera Linares (1879-1967), ingeniero, militar y científico; pionero de la aeronáutica en España y diseñador del que es considerado el primer traje espacial de la historia. En 1911 se convierte en uno de los integrantes de la primera promoción de pilotos en el aeródromo de Cuatro Vientos. Emilio Herrera, estimulado desde joven por su inquieto padre, tuvo siempre gran curiosidad por los avances técnicos y también por sus fundamentos científicos. Pertenece a la llamada “Generación de 1914” (junto con intelectuales de la talla de Marañón, Madariaga, Ortega y Gasset, y otros). En la década de los años veinte del pasado siglo elaboró incluso un modelo cosmológico acorde con las novísimas teorías de Einstein, en el cual continuó trabajando hasta el final de sus días. Además puso mucho empeño en la divulgación de los conocimientos científicos: divulgador de la teoría de la relatividad, promotor, entre otros, de la visita que Einstein realizó a España en 1923 y escritor de numerosos artículos para acercar la ciencia a los ciudadanos. Colaboró con Juan de La Cierva en los experimentos realizados con su autogiro y elaboró el proyecto de instalación del primer túnel aerodinámico que existió en España. En 1932 ingresó en la Academia de Ciencias, leyendo un año más tarde su discurso titulado “Ciencia y Aeronáutica”. Pero probablemente lo que más nos llame la atención es que diseñó, como ya se ha dicho, el primer traje espacial de la historia. El objetivo de su proyecto era posibilitar la ascensión hasta zonas elevadas de la atmósfera (la estratosfera), con aire muy enrarecido y bajísimas temperaturas. Para ello inventó una “escafandra estratonáutica”. La Guerra Civil truncó estas investigaciones. Tras el terrible enfrentamiento fratricida, en el que pierde a uno de sus hijos que como él era aviador, se exilió en Francia (donde mantuvo su prestigio científico y fue premiado por la Academia de Ciencias francesa), ya que, aunque era monárquico y de ideas conservadoras, en todo momento fue fiel al gobierno republicano (en sus últimos años llego a ser incluso Presidente del Gobierno de la República en el exilio).
Por último, mencionaremos a uno de los más grandes hombres de ciencia que ha dado Andalucía en el siglo XX, modelo de científico humanista: Manuel Losada Villasante (Carmona, Sevilla, 1929). Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad de Sevilla, especialista de fama internacional en bioquímica vegetal y fotosíntesis. Ha estudiado con sus colaboradores la bioconversión de la energía solar, siendo distinguido con importantes premios, entre ellos el Príncipe de Asturias de Investigación en 1995. Asimismo en varias ocasiones ha sonado su nombre como serio aspirante al premio Nobel.
Este breve repaso por tantos años de historia, con sus luces y sus sombras, ha pretendido mostrar al lector que Andalucía ha jugado un papel esencial en el difícil avance de la ciencia en España, gracias a la labor de unos hombres tenaces, a veces héroes en tiempos de crisis y con todo en contra. En algunos momentos incluso la influencia en el extranjero ha sido relevante. Aunque sus nombres, por unos motivos u otros, raramente figuren en los manuales, no es de justicia que los ignoremos por completo. Nuestra fértil tierra seguirá dando buenos frutos. Y frutos del esfuerzo y la constancia de investigadores también.
Bibliografía:
ALFONSECA, M. Grandes científicos de la humanidad. Espasa Calpe; Madrid, 1998.
CANO, J. M. La ciencia en Sevilla (siglos XVI-XX). Universidad de Sevilla; Sevilla, 1993.
GARCÍA, E. y E. La polémica de la ciencia española. Alianza Editorial; Madrid, 1970.
LÓPEZ PIÑERO, J. Mª. La ciencia en la historia hispánica. Salvat (Colección Temas Clave); Barcelona, 1982.
POLANCO, A. Emilio Herrera Linares, pionero de la exploración espacial. Artículo contenido en Historia de Iberia vieja, Nº 32, febrero de 2008. América Ibérica; Madrid, 2008.
Bernardo Rivero Taravillo
(Prof. de Física y Química
del I.E.S. Ilipa Magna de
Alcalá del Río; Sevilla)